El concepto de lo hispánico remite de partida a una cierta polisemia. Por un lado connota y evoca indudablemente a la Hispania romana (2). Los hispanos son así, los naturales de Hispania y los ciudadanos romanos de dicha región, cuya diócesis había sido establecida por Diocleciano en 298, incluyendo las provincias de Bética, Lusitania, Cartaginense, Gallaecia y Tarraconense, en la península ibérica, y la Mauretania Tingitana, al norte de África.
Como tales, los hispanos eran romanos, conciudadanos, al menos jurídicamente, de los galos, los britanos, los itálicos, los africanos, los ilíticos y los moesios, entre otros, es decir integraban una vasta ciudadanía casi universal, y sin duda hegemónica en Europa, el norte de África y el Oriente Próximo.
Con el transcurso del tiempo, la conformación, a partir de la unidad de Castilla y Aragón y de su proyección transoceánica, de una sola España (o al menos de una unidad en la diversidad llamada España), permitió atribuir aquel gentilicio a los hispánicos naturales de España, ciudadanos ya no de la vieja Hispania latina, sino del moderno estado español.
Durante los primeros tres siglos del descubrimiento y ocupación de América por los españoles, estos podían ser peninsulares, o americanos, o, filipinos, o ecuatoguineanos, pero sin duda, españoles todos, integrantes, como los viejos hispanos de Hispania de un imperio mundial, en cuyos dominios “no se ponía el sol”, según la célebre frase atribuida a Felipe II.
Con la independencia política de los territorios americanos, y con la gradual emergencia de los Estados Unidos como la nueva gran potencia mundial (a partir de 1890, la que acaba por suplantar totalmente en 1945 al antiguo Imperio Británico), aquellos se constituyen en gran centro de atracción industrial, tecnológica y cultural (y desde luego, también política y militar). Así es como, en especial en el siglo XX, los habitantes y sobre todo los inmigrantes provenientes de las nuevas repúblicas hispanoamericanas, serán percibidos en América del Norte, como “hispanos” y “latinos”, denominación laxa, pero como acabamos de recordar, no del todo incorrecta.
Mientras tanto, en América Latina existió, en especial como reacción suscitada a partir de la guerra hispano-norteamericana y al autoasignado rol de policía regional del naciente imperio estadounidense, una corriente intelectual hispanista, que recuperaba los lazos culturales y espirituales con la antigua madre patria, a veces, aunque no siempre, en oposición a cierto “indigenismo” (meramente declarativo) de las elites criollas.
Hispanos romanos, como Séneca y Trajano, hispanos de la España peninsular, como Miguel de Cervantes, Fray Luis de León, Santa Teresa de Ávila, o el Inca Garcilaso; americanos con conciencia de la hispanidad, como el uruguayo José Enrique Rodó, el mexicano José Vasconcelos, el gran “cholo” peruano César Vallejo, o el vate nicaragüense Rubén Darío; españoles, como Isaac Peral y Caballero o Federico García Lorca, lusitanos, como José Saramago o Amália Rodrigues, y brasileños, como Helios Jaguaribe o Daniela Mercury; hispanistas, como Manuel Ugarte, Ramiro de Maetzu y García Morente, o “hispanos” en los Estados Unidos, como la ingeniera aeroespacial colombiana Diana Trujillo, o como el cantante puertorriqueño Ricky Martin, pertenecen, como todos quienes leen estas desgarbadas líneas, a una común raíz e identidad hispánica.
Las tres primeras acepciones connotan la pertenencia a grandes espacios organizadores de la ecúmene mundial (Roma o el Imperio Español de los Austria), o el mundo cultural hispanoamericano; dos de estas acepciones, naturales y contemporáneas de sí mismas, siendo la tercera acepción, más bien núcleo de un programa cultural de afirmación frente al dominio cultural anglosajón.
La última acepción (única en la que los hispanos no son los hablantes sino aquellos de quienes se habla), aunque inicialmente designa una identidad aun periférica en la perspectiva anglosajona del poder mundial, hace alusión a una población muy dinámica, que representa hoy una quinta parte de la población estadounidense, hablante de la segunda lengua en importancia en ese país, y que contará a mediados del siglo por una cuarta parte o más de la población total de los EEUU, poseedora de una enorme pujanza demográfica y cultural.
Para precisar mejor la identidad hispana contemporánea, cabría calificarla más bien como Hispanidad global. No hay ya más ciudadanos “romanos” (salvo los habitantes de la moderna capital de Italia, o los de la colonia mexicana de Roma) y sí ciudadanos españoles, así como estadounidenses “hispanos” y ciudadanos latinoamericanos de herencia hispánica.
Más allá de esas identidades parciales existe un vasto conjunto de seres humanos que en las tres Américas, en la Península Ibérica, en la Comunidad de Países de Lengua Portuguesa y en las Filipinas, y en otras regiones del mundo, nos reconocemos como miembros de una Hispania Global, unidad fundamentalmente cimentada en las lenguas españolas (castellano, gallego, y otras lenguas romances ibéricas) y portugués; en la común conciencia de un universo cultural compartido, identidad hecha al mismo tiempo de diversidades de todo tipo: étnicas, geográficas, y aun lingüísticas.
Por motivos históricos cuya complejidad resulta difícil develar, los primeros años del siglo XXI, en especial la segunda y tercera décadas, muestran un renacimiento de proyectos e iniciativas culturales de carácter hispanista.
Apuntemos algunos factores posibles: la progresiva autoconciencia latinoamericana procesada a lo largo del siglo XX, que, aunque fallida en cuanto al éxito de su proceso de integración, no deja de conformar un horizonte identitario; la conformación, en la España democrática posterior a 1978, de diversos organismos de concertación política, y de cooperación técnica, educativa, cultural y científica con el mundo iberoamericano (señaladamente América Latina). Y, en los marcos de la globalización digital, la posibilidad de acceder en forma directa a una comunicación más intensa y al vasto acervo cultural de la hispanidad. (3)
Todos estos factores (y seguramente, también otros) habían establecido las condiciones de posibilidad de una Hispanidad global.
En mi perspectiva, las grandes provincias de esta nueva “Hispania” global son ocho: España, América Latina de habla española, Estados Unidos, Portugal, Brasil, África (esto es Guinea Ecuatorial y los países africanos de la Comunidad de Países de Lengua Portuguesa: Angola, Mozambique, Guinea Bissau, Islas de Cabo Verde y Azores), a las que se suman Timor Este, Filipinas, y la región china de Macao.
Identificado este vasto mundo cultural, altamente diverso y heterogéneo en su composición, perteneciente a tres o más continentes, y representado por estados de diversa configuración histórica y étnica, ubicados en escenarios geopolíticos diferentes, se presenta ahora el desafío de pensar la Hispanidad global, como “problema”, esto es como estímulo para una nueva comprensión y para la puesta en marcha de un cierto programa de acción.
Valga entonces esta primera aproximación, como la primera de una serie de reflexiones.
1 En 1967 Alberto Methol Ferré escribió “El Uruguay como problema”, un libro en el que intentaba trasmitir una interpretación de la crisis (política, social y económica) del Uruguay de aquellos años, como profundamente ligada al quiebre del tradicional modelo de inserción internacional y comercial del país, en el marco de la economía británica. El libro fue leído por pocos y fue a menudo objetado (con error y superficialidad) por, supuestamente, sostener la idea de “inviabilidad” del Uruguay. En realidad, su autor proponía la idea de la inviabilidad del Uruguay tradicional en los términos que había propuesto aquel modelo de inserción externa y proponía , en cambio, el rol internacional de “nexo” entre Argentina y Brasil, como espacio vertebrador de la unidad sudamericana. Aunque está muy lejos nuestro texto de la profundidad del gran pensador latinoamericano, vale la paráfrasis del título para indicar que Hispanoamérica es también el nombre de una construcción posible, de un problema a resolver con sentido creativo.
3 Cabe subrayar en tal sentido a organismos tales la Agencia Española de Cooperación, las Cumbres Iberoamericanas de Jefes de Estado y de Gobierno, coordinadas por la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB), el Programa CYTED, el rol de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), además de numerosos y estrechos lazos, emergentes de una nutrida historia, durante el siglo XX, de oleadas de inmigración económica, social, política y cultural en los dos sentidos del Atlántico.
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