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El trauma histórico anglosajón y el miedo al futuro hispano

Hace unas semanas, paseando por el Museo Metropolitano de Nueva York, me encontré con una escena que me dejó pensando. En una de sus salas, dedicada a las grandes potencias militares del siglo XVIII, aparecían vitrinas llenas de armas, uniformes y mapas de las campañas británicas, francesas y hasta holandesas… pero ni rastro del mundo hispano. Nada sobre España. Como si no hubiera existido. Como si no hubiese sido una de las mayores potencias militares y políticas de la historia. Ese silencio me pareció ensordecedor.


Y lo más curioso es que no era un olvido casual. No, no lo era. Porque cuando uno empieza a tirar del hilo, se encuentra con una historia que muchos prefieren no contar. Una historia que revela una mezcla de complejo, vergüenza y miedo. Y no por parte de los hispanos —que ya tenemos bastante con nuestra desmemoria— sino por parte de los anglosajones, que han tenido que construir su relato sobre el borrado del nuestro.



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Una de las pruebas más claras de ese trauma histórico es el episodio de Cartagena de Indias, en 1741, cuando el imperio británico decidió atacar la ciudad para arrebatarle a España uno de sus principales bastiones en América. Para la ocasión, organizaron una operación militar descomunal: 186 barcos y más de 20.000 hombres, frente a unos pocos miles de defensores españoles, criollos y afrodescendientes, al mando del almirante Blas de Lezo, un hombre cojo, manco y tuerto, pero con más coraje que toda la flota inglesa junta.


Tan seguros estaban de su victoria que mandaron acuñar medallas celebrando el triunfo antes de que la batalla empezara. En ellas se veía al almirante inglés, Edward Vernon, tomando la plaza de Cartagena. Incluso en Londres se organizaban banquetes para festejar la futura conquista. Pero la historia dio un giro inesperado: los británicos fueron derrotados de forma estrepitosa. Las enfermedades, la humedad, el terreno, y sobre todo la inteligencia y resistencia de Blas de Lezo, hicieron que la gran armada inglesa tuviera que retirarse humillada. ¿Y qué hicieron con las medallas? Las fundieron, claro. Porque nadie quería recordar aquella derrota. Y desde entonces, Cartagena desapareció de los libros británicos, y Blas de Lezo fue silenciado incluso en los nuestros.


Este episodio es solo un ejemplo. Pero hay muchos más. Si uno repasa la historia con calma, ve que hay una constante incomodidad en el mundo anglosajón con el legado hispano. Y no solo por las guerras o los enfrentamientos pasados, sino por algo más profundo: por la sombra larga de una civilización que, en su momento, dominó medio mundo. Y que, si se organizara de nuevo con inteligencia, podría recuperar una parte importante de su potencia global.


Porque lo que realmente molesta —y asusta— no es lo que fuimos, sino lo que podríamos volver a ser. Por eso se intenta ocultar, minimizar o ridiculizar el pasado hispano. Por eso hay museos donde no aparecemos. Por eso las series de televisión cuentan historias de corsarios románticos que luchaban contra malvados españoles, pero nunca muestran quiénes eran los que realmente tenían poder y visión de imperio. Por eso incluso en nuestros propios países muchos jóvenes conocen mejor la historia de Washington que la de Álvaro de Bazán, o la de Churchill antes que la del doctor Balmis, que llevó la vacuna de la viruela a medio mundo hispano y más allá, en una de las gestas sanitarias más extraordinarias de la historia.


Ahora bien, ¿Qué hacemos nosotros con todo esto? Porque ahí está la clave. Podríamos seguir quejándonos del ninguneo, del olvido, del “colonialismo cultural”. O podríamos entrar en la trampa de vivir acomplejados, pidiendo permiso para existir. Pero yo creo que hay otro camino. Uno que parte de una idea muy sencilla pero poderosa: no necesitamos permiso de nadie para ser lo que somos.


Nuestra historia, con sus luces y sus sombras, es grande y merece ser conocida, celebrada y compartida. No para vivir en ella, ni para usarla como excusa, sino para construir un futuro mejor. Un futuro donde los hispanos del mundo —desde California hasta la Patagonia, desde Manila hasta Madrid— sepamos quiénes somos y qué podemos lograr juntos.


Y eso es justamente lo que más les inquieta. Porque si un día dejamos de fragmentarnos, si superamos las rencillas internas, los nacionalismos absurdos, los complejos y las culpas heredadas, y empezamos a actuar como una comunidad global, entonces sí… entonces la historia dará otro giro inesperado. Como en Cartagena.


Por eso, no debemos escondernos ni pedir perdón por nuestra identidad hispana. Al contrario: debemos sentirnos orgullosos, seguros y decididos. Orgullosos de haber sido una civilización que llevó lengua, leyes y cultura a medio planeta. Seguros de que nuestros valores —la familia, la comunidad, la espiritualidad, la cercanía— siguen teniendo mucho que aportar al mundo. Y decididos a construir una narrativa propia, moderna, positiva y compartida, que nos una más allá de las banderas o los acentos.


Porque sí, es cierto: los anglosajones tienen un trauma histórico con nosotros. Y sí, les incomoda la idea de que podamos volver a tener peso e influencia global. Pero no es su miedo lo que debe guiarnos. Es nuestra convicción. Porque si tanto temen ese futuro, es simplemente porque saben lo posible que es.


Y depende solo de nosotros hacerlo realidad

 
 
 

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