Harari, el Met y el miedo a los hispanos
- Manuel Galán
- 5 oct
- 5 Min. de lectura
La historia universal suele contarse con un guion preestablecido, casi como una obra de teatro donde los protagonistas están asignados de antemano: Grecia como cuna de la filosofía, Roma como imperio de leyes, Inglaterra como madre de la revolución industrial, Estados Unidos como potencia contemporánea. En ese libreto, la presencia del mundo hispano aparece a menudo como una nota a pie de página, un episodio breve y en muchos casos narrado de manera sesgada. Sin embargo, si nos atenemos a los hechos, resulta imposible explicar la globalización, el comercio mundial, la cultura compartida entre continentes y hasta el sistema monetario moderno sin el Imperio Español y sin la red de intercambios que generó durante tres siglos. La paradoja es que, pese a esta evidencia, ciertos autores de referencia y hasta instituciones culturales de primer nivel parecen optar por un silencio selectivo, una omisión que difícilmente puede atribuirse al descuido. Más bien parece un síntoma de algo más profundo: el temor a que el mundo hispano recuerde la magnitud de su legado y tome conciencia de su potencial en el presente.

Un ejemplo muy claro es Yuval Noah Harari, uno de los divulgadores más influyentes de las últimas décadas. En sus obras, especialmente en Sapiens y Homo Deus, dedica páginas enteras a explicar la importancia del Imperio Británico, de la East India Company, de las redes de comercio neerlandesas o de las innovaciones financieras del norte de Europa. Todo ello es valioso, sin duda. Pero sorprende que apenas aparezca mencionada la Monarquía Hispánica, que fue la primera auténtica potencia global, con presencia simultánea en Europa, América, Asia y Oceanía. Resulta todavía más llamativo que ni siquiera al hablar del dinero como motor de la historia introduzca el ejemplo del real de a ocho, aquella moneda de plata acuñada en Potosí y en México que circuló durante más de dos siglos por todo el planeta y que fue, de facto, el primer dólar mundial. De hecho, el símbolo del dólar deriva de la abreviatura del peso español. Ese silencio no puede explicarse por desconocimiento, porque Harari es un académico con acceso a todas las fuentes; solo cabe entenderlo como una elección narrativa.
El caso del Metropolitan Museum de Nueva York es otro ejemplo significativo. Este museo dedica salas enteras a la Grecia clásica, al Egipto faraónico, al arte islámico, a la Francia ilustrada o a la Inglaterra victoriana. Sin embargo, cuando uno busca referencias a la potencia militar, política y cultural de la monarquía hispánica, se encuentra con un vacío. Apenas algunos cuadros, algunas piezas aisladas, pero no una representación proporcional a lo que significó en su tiempo. Y eso que hablamos de un imperio que llegó a controlar más de la mitad de la producción mundial de plata, que sostuvo la primera ruta comercial transoceánica regular —el Galeón de Manila— y que unió Sevilla y Cádiz con Veracruz, Cartagena de Indias, La Habana y Manila en un circuito que transformó el mundo entero. No incluir esto en la gran narrativa museística equivale a borrar de la memoria colectiva un capítulo decisivo.
Pensemos por un momento en lo que significó esa primera globalización hispana. Desde Sevilla partían cada año flotas que cruzaban el Atlántico y llegaban a América con mercancías, funcionarios, soldados y misioneros. En dirección inversa, regresaban cargadas de metales preciosos, cacao, tabaco, nuevas frutas y toda una mezcla cultural que revolucionó la vida europea. Paralelamente, desde Manila zarpaban galeones que llevaban seda, porcelana, especias y productos de Oriente hasta Acapulco, desde donde el Camino Real de Tierra Adentro los conducía hacia Veracruz, para después volver a embarcarse rumbo a España. Tres continentes quedaron conectados de manera permanente gracias a esta red, y el resultado fue un intercambio cultural y económico que dio origen al mundo moderno. Sin esa estructura, no se entiende ni el auge posterior de Inglaterra ni la expansión de Holanda ni el propio nacimiento del capitalismo global.
¿Por qué, entonces, este silencio? Una primera hipótesis es académica: la historiografía dominante en el siglo XIX y buena parte del XX se escribió desde países anglosajones o francófonos, que tenían un interés evidente en minimizar los logros de España y en resaltar sus fracasos. Esa inercia sigue viva hoy en manuales, museos y discursos divulgativos. Pero hay también una segunda hipótesis más inquietante: el reconocimiento del pasado hispano podría reavivar la conciencia de que existe un espacio cultural, lingüístico y económico enorme —más de 600 millones de hispanohablantes repartidos por cuatro continentes— que comparte raíces y que podría actuar de forma cohesionada en el presente. Y esa posibilidad se percibe como una competencia en un mundo donde la narrativa también es poder.
El silencio, entonces, no sería casualidad, sino una estrategia de invisibilización. Si no se menciona el real de a ocho, la gente olvida que ya existió una moneda verdaderamente global antes del dólar. Si no se habla del Galeón de Manila, se pierde la memoria de que Asia, América y Europa estuvieron integrados en una red de comercio regular mucho antes de la revolución industrial. Si no se reconoce la magnitud de Sevilla o de Cartagena de Indias como nodos logísticos, se borra la evidencia de que el sur católico fue pionero en la economía global, frente al norte protestante al que se suele atribuir la modernidad.
Lo curioso es que, pese a este silencio, los hechos siguen estando ahí para quien quiera verlos. Los archivos de Indias en Sevilla guardan millones de documentos que detallan hasta el último barco, el último pasajero y la última carga que cruzó el Atlántico. En México, Perú, Cuba o Filipinas quedan huellas arquitectónicas, culturales y lingüísticas que atestiguan ese pasado. Y lo más importante: en el presente, los lazos entre los países hispanos siguen vivos en la lengua, en la literatura, en la música y en la vida cotidiana. Esa red no se ha disuelto, solo ha estado desorganizada. El potencial de articularla de nuevo, no como imperio sino como comunidad de cooperación, es lo que asusta a quienes prefieren mantener el relato oficial.
La conclusión es clara: si se oculta o se minimiza la historia hispana, no es porque no tenga importancia, sino porque precisamente la tiene. Ese silencio selectivo es, en el fondo, un reconocimiento implícito de que el mundo hispano conserva un capital cultural y económico que podría convertirse en motor de futuro. Para los hispanos de hoy, lejos de ser motivo de frustración, debería ser un acicate. No se trata de reconstruir imperios ni de alimentar nostalgias, sino de entender que hay una herencia común que puede transformarse en proyectos compartidos: cooperación económica, redes educativas, plataformas tecnológicas, promoción cultural. Si otros sienten la necesidad de silenciar esa historia, es porque temen su potencia. Y eso, en realidad, es la mejor señal de que merece la pena recordarla y proyectarla hacia adelante.




Comentarios