top of page

La próxima revolución es humana… y será hispana

Imagina por un momento que alguien de los años setenta pudiera vernos hoy. Seguro se quedaría boquiabierto con un mundo donde los robots limpian casas, los coches se conducen solos, la inteligencia artificial escribe artículos como este y hasta las neveras se chivan cuando falta leche. Y lo más inquietante: muchos de esos empleos que antes parecían intocables están empezando a desaparecer. Ingenieros, abogados, contables, programadores… profesiones que durante décadas se consideraban seguras están viendo cómo algoritmos y máquinas hacen su trabajo más rápido, más barato y, en muchos casos, con menos errores. Los estudios son contundentes: en las próximas décadas se perderán millones de puestos de trabajo en todo el mundo por la automatización. Una revolución laboral sin precedentes está en marcha, y nadie sabe exactamente cómo va a terminar.


ree

Ahora bien, lo que en otros sitios suena a apocalipsis, en el mundo hispano puede sonar diferente. Porque hay algo en nuestra cultura que nos da ventaja. Mientras en muchos países anglosajones el trabajo es el centro de la vida y de la identidad personal, para los hispanos el trabajo nunca lo ha sido todo. Claro que trabajamos y duro, nadie lo duda, pero no nos definimos únicamente por ello. Nuestra identidad no depende exclusivamente de la oficina, del despacho o de la tarjeta de visita. Somos hijos de una cultura que valora la familia, las amistades, el arte, la fiesta, la cocina, la música, la conversación. En resumen: lo humano.


Esa diferencia es más profunda de lo que parece. Para muchos anglosajones, el trabajo se vive como una bendición, un eje central de la existencia, casi un sacramento laico. Para nosotros, en cambio, el trabajo ha sido más bien una carga, un castigo bíblico necesario para sobrevivir. Y esa visión cambia mucho las cosas. Porque si de pronto la tecnología nos libera de parte de ese castigo, lo que queda es precisamente aquello en lo que somos mejores: disfrutar, crear, convivir.

Miremos la historia. Mientras en el norte protestante se glorificaba la disciplina laboral y el ahorro como virtudes supremas, en el sur católico —y más todavía en el mundo hispanoamericano— se cultivaba un estilo de vida donde el ocio, la fiesta, la creatividad y las relaciones tenían tanto o más valor que las horas pasadas en un taller o en una fábrica. No es que no trabajáramos, es que nunca aceptamos que el trabajo definiera por completo quiénes éramos. Eso, que durante siglos fue visto por algunos como un defecto, puede convertirse ahora en una ventaja estratégica.

Porque la gran paradoja de esta revolución tecnológica es que las máquinas son cada vez mejores en todo lo que es repetitivo, mecánico o lógico. Y eso incluye gran parte de lo que hasta hace poco hacían las “profesiones de futuro”. El ingeniero que calcula estructuras, el abogado que redacta contratos, el médico que diagnostica con base en síntomas y pruebas: todos ellos están viendo cómo la IA puede replicar su trabajo con una eficacia sorprendente. Pero hay algo que ninguna máquina puede hacer: ser humano. No puede empatizar de verdad, no puede crear desde la pasión, no puede conectar emocionalmente con otros seres humanos. Y resulta que eso es lo que los hispanos hemos sabido hacer siempre.

Pongamos un ejemplo sencillo: la cocina. Un algoritmo puede generar recetas, pero ninguna IA podrá reproducir lo que ocurre en una mesa familiar mexicana con tacos recién hechos, en una sobremesa española que se alarga tres horas, o en una parrillada argentina donde la carne no es solo comida, sino excusa para conversar y compartir. Lo mismo pasa con la música, con el arte, con las fiestas populares. La máquina podrá imitar sonidos, pintar cuadros o crear espectáculos, pero nunca podrá capturar la chispa humana que convierte una reunión en una experiencia irrepetible.

Y si lo pensamos bien, ese es el futuro que nos espera: un mundo donde lo técnico, lo repetitivo, lo que antes definía tantos empleos, estará en manos de la IA y los robots. Pero un mundo que al mismo tiempo necesitará cada vez más de lo humano: creatividad, artesanía, cercanía, cuidado, humor, empatía. Ahí es donde los hispanos tenemos ventaja cultural. Porque no tenemos que aprenderlo: lo llevamos en la sangre, en la tradición, en la forma de vivir.

A veces lo olvidamos porque durante décadas nos dijeron que lo moderno era trabajar sin descanso, medir la vida en productividad, ser como el norte. Pero ahora es el norte el que se enfrenta a una crisis existencial: ¿Qué pasa cuando tu identidad está construida en torno al trabajo y el trabajo desaparece? Para ellos, la pérdida laboral puede convertirse en una crisis social y personal devastadora. Para nosotros, puede ser —si jugamos bien las cartas— una liberación.

Claro que esto no significa que podamos sentarnos a esperar mientras la IA hace el trabajo sucio. No. Significa que debemos prepararnos para transformar nuestra economía y nuestra educación, para potenciar lo que mejor sabemos hacer: crear, relacionarnos, divertirnos, cuidar, inventar. La cultura hispana puede ser pionera en un nuevo modelo donde la riqueza ya no se mida solo en horas de oficina o en productividad mecánica, sino en calidad de vida, en creatividad compartida, en humanidad.

Y aquí viene lo personal, porque la teoría está muy bien, pero cuando lo ves en tu propia familia, cobra otro sentido. Tengo dos hijas muy diferentes. Una estudió en la mejor universidad de Nueva York y trabaja en lo digital, lo que parecía el camino seguro. La otra se dedica a los caballos, un mundo de trato directo, de empatía con el animal, de enseñar a niños y adultos, de crear vínculos que van mucho más allá de la técnica. Durante años pensé que la primera tenía la ventaja, que su mundo estaba más asegurado. Hoy, viendo cómo la IA avanza, empiezo a pensar lo contrario: la que parecía más vulnerable puede tener el futuro más sólido. Porque ninguna máquina va a sustituir la experiencia de montar un caballo, de sentir la confianza que se crea entre el jinete y el animal, de aprender con un maestro de carne y hueso.

Ese contraste refleja muy bien el dilema global. Los empleos más técnicos, más digitales, más aparentemente modernos, son precisamente los que más rápido se pueden automatizar. Los trabajos que requieren contacto humano, creatividad, empatía, esos son los que se vuelven más valiosos. Y nuestra cultura hispana, que siempre ha puesto lo humano por delante de lo mecánico, tiene la oportunidad de estar a la vanguardia de este cambio.

Por eso creo que debemos dejar de vernos como rezagados frente a los países del norte y empezar a entender que, en muchos sentidos, somos adelantados. Ellos tendrán que aprender lo que nosotros llevamos siglos practicando: que la vida es más que trabajar, que la riqueza se mide también en alegría, en arte, en comunidad. África tendrá que aprenderlo, Asia tendrá que aprenderlo, y hasta el mundo anglosajón tendrá que mirar hacia el sur para descubrir cómo vivir en un mundo donde el trabajo ya no es el centro.

La inteligencia artificial está cambiando el mundo. Pero la cultura hispana puede enseñarle al mundo cómo cambiar sin perder lo más importante: la humanidad. Y eso, en este siglo XXI, puede ser nuestra mayor ventaja competitiva.

Comentarios


Asociación para la Promoción del Parlamento Global Hispano

Inscrita en el Registro Nacional de Asociaciones

Sección: 1ª / Número Nacional: 624927

NIF: G44749760

Email
info@parlamentoglobalhispano.com

Síguenos

  • Facebook
  • Twitter
  • YouTube
Varios PGH (53).jpg

Contacta con PGH

Gracias por tu mensaje

Suscríbete a nuestras noticias

Gracias por suscribirte

© 2022 Asociación para la Promoción del Parlamento Global Hispano

bottom of page